No existe fuerza en el mundo

 



Fue un domingo. Fue un domingo y llovía. Y llovía mucho. Y mientras llovía, iba manejando hasta la casa de mis viejos para ver un clásico más entre Independiente y Racing. Y en ese trayecto, la magia de la radio sucedió, una vez más. Y en una FM perdida por ahí, de repente, como un presagio, comenzó a sonar "No existe fuerza en el mundo".


La letra de esa canción afirmaba que "No existe fuerza en el mundo que pueda parar la voz". Llegué. Saludé, me senté y el Rojo le levantaba los brazos al cielo nublado de Avellaneda que no paraba de escupir balas de agua fría.


Y sufrí. Como se sufren los clásicos. Y me lamenté las situaciones de gol desperdiciadas. Y mientras el pulso no me permitía cebar un buen mate, lo noté nervioso a mi papá. En ese momento me juré que ese domingo, me iría de casa como siempre, pero esta vez, con una victoria de Independiente. Me juré a mí mismo que esos domingos fríos, oscuros y desolados no volverían a arruinarme el comienzo de semana.


Me aferré a una ilusión que en estos últimos tiempos se nos da a cuentas gotas. Y mientras me aferraba, Bustos preparaba un pelotazo hermoso. Un bochazo divino, que viajó en el frío y húmedo aire del Libertadores de América. Un pase que terminó en Palacios. Y mientras Palacios decidía qué hacer con la pelota, me fui levantando. Me fui acercando al televisor como ese perro que se acerca a la mesa para recibir comida. Me levanté de la silla decidido a terminar con el domingo horrible.


Y mi viejo me acompañó. Seguía siendo domingo, pero diferente. Porque Romero se tiraba de palomita a una sonrisa. Y mientras Silvio volaba en el aire, seguía siendo domingo, y seguía lloviendo. Y de repente, en el minuto 23, el agua paró. Las nubes no soplaron. Lo único que se escuchó fue el extraordinario sonido del roce de la pelota con la red. Y a continuación, como el trueno que le sigue al relámpago, se escuchó un rugido desgarrador.


Y fue gol. Y fue de Independiente. Y fue del Chino Romero. Y con mi viejo gritamos como hace tiempo no lo hacíamos. Y asustamos a mamá. Nos abrazamos, fundidos, eternos. El partido terminó y sonreímos.


La promesa se cumplió. El domingo lluvioso, frío y triste ya no lo era. En el preciso momento en el que sonreímos, entendí que las casualidades no son tales.


Me quedo con el festejo y el abrazo con mi viejo. Porque en el momento en el que ustedes estén leyendo o escuchando esta historia, ya no será domingo. Será otro día. Pero estarán sonriendo. ¿Saben por qué? porque aún en el momento más feo, no existe fuerza en el mundo que derrote a una sonrisa y, sobre todo, si esa sonrisa la produce Independiente.

Comentarios

  1. Excelente historia, es hermoso abrazarse con padres, hijos, tios o abuelos, cuando hay un gol del Rojo, de los momentos mas maravillosos que nos regala la vida

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