Aquello que me contó mi viejo

 



De entrada voy a pedir perdón por la autorreferencia. Pedir perdón es una acción a la que mucha veces le restamos importancia, sin pensar que nos ahorraría un montón de problemas y nos haría mejores versiones de nosotros mismos.


Les pido perdón porque voy a hablar de un caso. De mí caso. En realidad, de mi caso con mi viejo, o mejor dicho, solamente de mi viejo. Ustedes pueden sustituir el "Mi viejo" por "Mi hermana", "Mi hermano", "Mi vieja", "Mi abuelo", "Mi abuela", "Mi amiga", o a quien hayan tenido a su lado cuando de pequeño trataban de imaginar el mundo con las palabras de un mayor, pero con sus ojos chiquilines y deslumbrados por tratar de adivinar el futuro de la vida, o de sus vidas. En mi caso, elegí citar a mi papá.


Elegí citar a mi papá porque esto se trata de una pasión que es menos importante que las mayores pasiones del mundo pero sin esta pasión, la palabra estaría carente de significado. Estoy hablando de fútbol. Y en mí caso, estoy hablando de Independiente, y para mí, hablar de Independiente significa hablar de la vida, o mejor dicho, de mí vida.


La primera vez que me enojé con mi viejo fue una tarde en la que estaba viendo la televisión, cuadrada, ancha, robusta e infinitamente acompañadora. En el cristal de aquel aparato estaba el zorro. Siempre amé esa tira. Un hombre escondido detrás de un antifaz, con una espada y un caballo elegante, que no decidía aniquilar a sus enemigos, sino darles una lección de ética, de moral, de valores, pero sobre todo, ejemplificar la  dignidad de la vida. Es decir, para qué hacemos lo que hacemos, y por qué aquello es importante. Y para el zorro, aún creo, sus épocas de héroe sirvieron para hacer del mundo un lugar menos injusto y más romántico. Nunca lo pensé, lo reflexiono mientras escribo estas líneas, quizás, en el reflejo de esa televisión y en aquel personaje, yo lo estaba viendo a mi viejo. Porque siempre fue mi héroe, aunque no sabía que en aquella tarde, por lo menos como lo recuerdo, me iba a decir la primera verdad, que obviamente no me iba a gustar, ni encajaría con mi pensamiento infantil. Pero luego, con los años, yo iba a entender muy bien esa frase, a mi viejo, y por supuesto, al zorro.


-No te hamaques en la silla, Lucas- me dijo con voz firme mi papá. Inmediatamente le perdí el sentido a esa orden. ¿Por qué me detendría si eso me estaba divirtiendo y no lastimaba a nadie? ¿Por qué mi viejo me hablaba de esa manera si yo estaba tranquilo, viendo la televisión, un sábado, sin colegio ni tareas abrumadoras?. Entonces, entoné la pregunta que hacen, hicieron y harán los niños por los tiempos de los tiempos: -¿Por qué? . Mi papá me miró y, aunque por dentro seguro demostraba una sonrisa ante la oportunidad de meter su primer consejo, me respondió despacio, sabio: -Cuando seas grande y tengas tu silla y se hamaquen en ella, vas a saber porqué te dije lo que te digo ahora-


Fue la primera vez que sentí inconformidad ante las palabras de mi papá. La inconformidad de saber que era chico. La curiosidad de todas las cosas que me faltaban saber y que las aprendería cuando sea grande, la ansiedad del reloj de la vida que se había puesto en marcha, porque cuando decidí terminar con el jugueteo de la silla, sin darme cuenta, había tomado mi primera decisión moral. Y a partir de ahí, aunque yo no lo sabía, la vida sería una carrera con más signos de interrogación que de afirmación, y una constante elección moral y ética, entre qué debo hacer, y qué no.


Con el correr de los años las palabras de mi viejo se vinieron como un aluvión. Me acuerdo que aún siendo chico me retó por haberme peleado con un compañero del colegio y hacerle burla. Me paró mientras estaba saliendo de primaria y mirándome a los ojos, me afirmó que primero hay que ser buena persona, y que el resto llega por añadidura. 


Podría enumerar cien millones de palabras que mi viejo me dijo y me dice aún. Que la libertad y la felicidad no se negocian, que un buen día y una sonrisa nos pueden cambiar la semana , que la plata va y viene, que el estudio te forma como persona, que sí puedo fallar pero nunca debo dejar de intentar. Que el amor es como la vida, a veces duele demasiado, pero cuando le encontramos el sentido cobra un valor incalculable e invaluable. Y así, puedo repetirles cosas hasta el hartazgo. A todas, aunque muchas veces no le haya encontrado justificación, las acepté y las entendí como un camino recorrido por él y que yo aún tendría que transitar. Pero hubo una vivencia a la que siempre le tuve cierto rencor. No a él, sino a lo vivido por él. Y que nunca pude compartir. A la que siempre me resigné como un santo grial que él tuvo en la retina de sus ojos y que a mí solo me quedó la intención de reconstruirlo en mis palabras y en mi imaginación. Hasta el 5 de diciembre del año 2021.


-Hijo, yo vi jugar a Bochini- esas palabras se soltaron de la comisura de los labios de mi viejo mientras veíamos un partido de un Independiente frágil sin destino, casi  terminando el año 2003. Y aunque yo ya lo había visto campeón, en el 2002, no era materia comparable. Yo ya sabía quién era ese tipo del que mi viejo me hablaba. Pero como una verdad a la que uno elude porque duele, siempre traté de hacerle oídos sordos. Porque Independiente podía y puede ganar muchos campeonatos más, pero yo sabía muy bien, que jamás iba a poder ser testigo de lo que mi papá me contó aquella tarde, y tampoco podría soltar al viento esa frase hermosa pero dolorosa que sonaba de la siguiente manera: -Yo vi jugar a Bochini- Y simplemente me dolía porque por primera vez, me di cuenta de que había cosas, o al menos una, que no iba a compartir con mi viejo.


Sin darse cuenta, mi viejo, en un suspiro, me había enseñado que la vida es una burbuja uniforme, y que se puede pinchar rápido. Y que todo lo que contiene esa burbuja puede caerse y romperse. Pero hay que intentar crearla de nuevo y hacerla nueva, mejor, más linda y con mejor forma. Por eso estuve ahí, en ese día y en ese lugar y por eso hoy escribo estas líneas. Porque tengo la incansable necesidad de ver nuevas todas las cosas. 


Hasta este momento, aún con la ayuda de los videos y las cosas que nos ofrece la infernal tecnología, nunca pude asimilar aquello que me contó mi viejo. Era imposible. Mi papá me hablaba de un tipo medio pelado, flaco, con poca pinta de jugador que hacía fácil lo difícil. Pero, ¿Cómo podía creerle? Como podía creer que un tipo de tan poca fortaleza física había cargado con el sueño, los dolores y las sonrisas de tanta gente. Cómo podía asimilar que el tipo este hacía estas cosas maravillosas y no sonreía. Porque según me contaba mi viejo, este tipo no sonreía porque sentía que gambetear rivales y dejar de cara al gol a miles de delanteros era un deber que tenía él con la camiseta y con su gente. Lo debía hacer, era solo un objetivo. Entonces el tipo no se reía. Gambeteaba y no se reía, hacía un gol y no se reía, le rompía el récord internacional a Zoff para ganar la primera intercontinental y no se reía, le ganaba con 3 menos a una dictadura y no se reía, volvía a loco a Gatti y seguía serio, sentía el amor de Maradona y se ruborizaba. Escuchaba el "Bo, bo chini" y seguía mirando para abajo. Pero mientras miraba para abajo, la pelota seguía pegada al botín de cuero, como una relación absolutamente leal e indestructible que solo se rompía cuando él, cuando este tipo, hacía lo que nadie supo hacer como su propia persona; Un pase bochinesco. Entonces la pelota disfrutaba el viaje eterno que le había dado ese pie derecho, porque sabía, ella, la pelota sabía, que el destino era algún delantero suertudo y que la iba a hacer encontrarse con la red. Y el tipo seguía igual, imaginando cosas inimaginables, como un director de cine que encuentra escenas y momentos que ni la cámara puede captar. Pero él sí, entonces sigue mirando hacia abajo, y va con la pelota,  y otra vez lo hace posible. Y lo último y más importante, este tipo le había sido tan indiferente al reconocimiento y a la tentación que juró quedarse y según me contaba mi viejo, hizo un pacto, y ese pacto fue que siempre, por los siempres de los siempres, vestiría la indumentaria roja, vaya donde vaya, como si le debiera algo más a este club. Pero igual lo haría por el resto de su vida y de las que vendrán.


Y ese tipo, de repente, un domingo por la tarde perdido por ahí, salió a la cancha vestido de jugador y esa cancha se vino abajo desde los cuatros costados. Y estaba delante de mis ojos que trataban de procesar lo que estaba por suceder. Y fue una verdad tras otra. Porque era verdad que el tipo era pelado, era verdad que usaba la diez, era verdad que llevaba la pelota pegada a su botín derecho, y era verdad que andaba por la vida vestido de rojo. Pero la mayor de las verdades estaba por suceder. Porque la justicia poética existe, porque la justicia poética es la más romántica y exquisita de todas las justicias. Entonces, cuando una pelota quedó boyando sobre la medialuna del área rival, el tipo este de quien me contó mi viejo, la toca, la acaricia de derecha, y la pelota le obedece y viaja por arriba de todos. Por arriba de los jugadores de San Lorenzo, por arriba de nuestras cabezas, por arriba de todo lo que habíamos imaginado, incluso él, alguna vez. Y también fue verdad. También fue verdad que el tipo este hacía cosas maravillosas, como este gol, que gritaron todos los hinchas de Independiente en el estadio que lleva su nombre. Pero ahora algo cambió. Este diez ahora se ríe. Mira incrédulo y sonríe. Como dando a entender que él ha jugado al fútbol con un solo propósito; Que en alguna tarde perdida por ahí, el fútbol y su gente, le acaricien el alma eternamente como él ha acariciado justamente, al fútbol y a su gente. 


Este hombre se retira del campo pero no es el final. Pasados algunos minutos, vuelve vestido de traje, elegante, tan elegante como cuando jugaba a la pelota. Y habla de Maradona, y el cielo se abre en Avellaneda, porque Maradona desde allá arriba, tampoco se quiere perder la sonrisa de su héroe. Entonces el tipo da una vuelta olímpica con la mano derecha arriba. Todas las generaciones de hinchas se juntan para ovacionarlo y le piden a Dios que juegue para siempre. El tipo se emociona y se vuelve un nene que juega a ser querido y respetado por todo el mundo. Y mis ojos están ahí y son testigos de eso que sucede. Mis ojos y los de todos ustedes. Como si alguien hubiese creado la máquina del tiempo solamente para este momento y con un solo propósito, caprichoso y excelente; Que un padre o una madre o quien quieran, parados en el medio de la vida, puedan ver con sus hijos a este tipo que se llama Ricardo Enrique Bochini.


Cortázar decía que, las palabras nunca alcanzan, cuando lo que hay que decir desborda el alma. Pero con el perdón de Julio, yo intentaré humildemente, acercarme a la verdad de mis sentimientos. Porque cuando todo terminó, una lágrima en mi mejilla derecha hizo contraste con mi sonrisa, como si lo malo y lo bueno de la vida se unieran para crear todo esto que ya conocemos y que llamamos mundo. Y como si en ese mundo algo nuevo hubiese nacido y yo estaba ahí para contárselo a mi viejo. Como si el mundo me hubiese puesto solo en ese lugar y en esa platea para que entienda que fue mí aprendizaje, mío y solamente mío y que mi papá, hace muchos años atrás, había sido el chivo expiatorio para que yo recorra el camino que me llevó hasta ese partido de fútbol, para que entendiera mejor la vida. 


Sin embargo, uno, en su condición de mortal, dice algún libro perdido por ahí, busca y necesita respuestas. Y en mi caso, las respuestas sobre qué me estaba planteando la vida e Independiente, solo podrían encontrarse en un solo lugar. Un mensaje de una aplicación viajó hacia alguna antena perdida por el espacio y terminó su recorrido en el teléfono celular de mi papá, que muy a lo lejos, volviendo de pasar el fin de semana pescando con los amigos, sintió vibrar el aparato. Él lo desbloqueó y lo abrió. Juntó fuerzas pero no pudo evitarlo, como en mi rostro, una lágrima proveniente de su mejilla derecha se fusionó con su sonrisa, mientras sus labios leían para sí -Pa, tenías razón, yo vi jugar a Bochini. Nosotros, vimos jugar a Bochini-

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