Aquella última noche

 



Ni el Negro, ni el Gordo ni yo sabíamos que aquella sería la última noche en la que los tres, juntos, disfrutaríamos de ver un partido de copa de Independiente. Digo de ver, de ir a la cancha, de saltar, cantar, gritar un gol, de putear y de salir del LDA con un hambre terrible que nos invite a sentarnos en una pizzería a tratar de convertir una grande de muzza en un programa de debate futbolero para que después todo termine en la nada misma, como esas ideas que se ven brillantes en la mente pero plasmadas son más horribles que la cuarentena.


En aquella mesa, el Negro trataba de explicarnos al Gordo y a mí, por qué Independiente le había ganado a Fortaleza 1 a 0 con un gol de Leandro Fernández, un jueves 13 de febrero. Pero antes de que el Negro intente simular con los "cositos" de las pizzas, los movimientos del equipo rival, el Gordo lo interrumpió con un: -Muchachos, ¿Qué harían si hoy fuese nuestra última noche de copa?-


Nos quedamos dubitativos. Era ilógica la pregunta. No había razón por la cual aquella noche de copa tendría que ser la última. De salud andábamos bien, digamos, y ninguna otra cosa nos impediría ver a nuestro Independiente en una inconfundible jornada de jueves copera. Pero el Gordo preguntó tan convencido y nostálgico a la vez, que nos convenció de contestar, como si él se escondiera algo en el alma que no nos podía decir en ese momento. 


-Yo iría debajo de una tribuna, me arrodillaría y diría gracias, después de cantar el himno del Rojo, Gordo-, contestó el Negro. - Yo volvería a gritar el gol que más haya disfrutado ahí dentro, como un homenaje, a algo que me hizo muy feliz- le repliqué. -¿Y vos, Gordo?- le preguntamos. Pero no contestó, se levantó y se fue al baño. Pensamos que le había caído mal la de huevo y panceta.


Pasó mucho tiempo desde ese encuentro. Ocho meses, casi. Esta vez, no era como aquella última noche de copa que nos había regalado el Rojo. Esta vez lo que había preguntado el Gordo se había cumplido. Pero no estábamos juntos como para solucionarlo. Estábamos solos. Estábamos solos hasta que salió Independiente vestido de negro, caminando hacia el círculo central y levantándole las manos a una cancha vacía pero que luce el nombre de gigantes en sus tribunas. Siempre pienso que, es demasiado complicado para los futbolistas. Los entiendo, ellos están metidos en el partido, pero ¿Sabrán delante de qué nombres están jugando a la pelota?


Cuando Silvio Romero tocó para atrás, me di cuenta que aunque pensaba que el fútbol no formaba parte de la subsistencia del ser humano, estaba equivocado. Esta vez Independiente también nos permitía tirarle el offside a la soledad. Y aunque el partido no fue bueno, todos nos acordamos del Gordo cuando nuestro capitán le cruzó el penal a Lucchetti.


En ese abrazo estábamos todos nosotros en la cancha, compartiendo los brazos bien fuerte, juntándonos con cualquier desconocido que encontramos en la tribuna, que está tan loco como nosotros, que sufre tanto como nosotros y que ama tanto a Independiente como nosotros. 


En aquel gol de Romero, abrazamos, por un ratito, la esperanza de que toda esta pesadilla termine y volvamos a disfrutar de muchas cosas que hace mucho no disfrutamos, y dentro de esas cosas, una noche de copa, del Rey de Copas, que nunca será la última, lo prometo, lo prometemos todos. 

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