Vergüenza es robar



-¡Vergüenza es robar!- me gritó como loco el Gordo porque le dije que me daba cosa los chupines que se había puesto para ir al Martín Fierro, infiltrado, a ver un partido contra Atlético Tucumán, picante, siempre, los fanáticos del Decano, ilustraban una imagen que sólo se puede encontrar en el sur de América Latina.

Como les describía, cientos de hombres pasados en su peso corporal, hacían gestos pocos sutiles mientras se agarraban, con ambas manos, sus genitales, cuando Independiente saludaba hacia los cuatro costados del campo de juego. Algo aterrado, apichonado, quizás, el Gordo y yo, en una cabina esperábamos ansiosos el comienzo del match.

El partido no nos sorprendió en nada. Los cabezazos iban y venían y los golpes se sentían como una noche de dos púgiles que se dan hasta el cansancio y la baja de la guardia. En el complemento, a Figal le pintó gambetear y mientras los tucumanos se agarraban los pechos haciendo el gesto de que bajen al zaguero de Independiente, Silvio Romero le devolvió una hermosa pared que terminó en el gol de Palacios.

Es bravo el interior. A continuación del gol, obviamente del Tucu, como no podía ser de otra manera, aquellos hombres formados en la escuela de la gran tribuna, sacaron a relucir su abundante vocabulario en el arte de insultar al árbitro.

Sin embargo, el insulto más grande vino del banco del visitante. Me distraje un segundo y de repente Romero fue sustituido por Barboza. A aguantar los centros y los saltos de los once monos, como sea, pero sin siquiera mirar el arco rival.

El cambio nos dió ganas de dejar de mirar el partido. Finalmente, Independiente ganó. A la vuelta, mientras en una YPF nos clavábamos una  mila con fritas, el Gordo se rió y me dijo -Vergüenza es robar. Pero vergüenza también son los cambios que hace Beccacece-

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