Pararse y dar pelea



-Parate dale, parate che. Dale que no pasó nada. Nada de llorar eh, chis- le imponía una madre, en la calle, a un nene chiquito que encontró en una vereda rota, su peor rival, quien lo hizo caer de rodillas. Sin embargo, el chiquilín se levantó y siguió. Y yo, que venía detrás medio apurado para llegar a ver el partido, pensé que quizás era un presagio de lo que podía pasar. O quizás de lo que debemos hacer. Porque en la vida, y también en el fútbol, hay que pararse y dar pelea.

Entonces ya metido en el partido, las lesiones fueron sucediendo. Independiente no jugaba bien y sufría más golpes que McGregor por parte del Ruso Numagomedov. El primer tiempo había arrojado tres lesionados y en el complemento Figal se fue con la espalda abollada. La bronca, la impotencia de que la noche se volvía histérica como para recomponer una situación sentimental. -Lo ganamos con uno menos- me decía Agus, mientras masticaba un pedazo de pan. Pero nunca creí en esas personas que comen mientras ven un partido porque una cosa, no te permite hacer otra.

-Vamos Rojito, levantate- me salió del alma. Y en eso, Merlos, que siempre estaba en el medio, abrió las piernas y le quedó a Benítez, quien pateó y luego de un desvío, fue a festejar el 1 a 0 parcial. Minutos más tardes, el Puma, siempre resistido por algunos y quien soporta mucho banco también, sacó pecho e inventó un golazo que decretó su titularidad eterna y además le pegó una patada en el culo a las lesiones y a la bronca. Golazo de Independiente que ganaba 1 a 0.

Pero como en el fútbol, y en la vida, siempre hay que sufrir un poco, Renzo Vera descontó de penal. El partido terminó a eso de los 55 minutos. Grité y alenté en el final. No por el rival, no por la victoria sino por el valor simbólico de la misma. Por no dar el gusto de agachar la cabeza y aceptar lo sucedido, sino aprender de eso y pararse y pelearla. Como el chiquilín, que seguramente se caerá y se levantará mil veces más. Como Independiente, que caerá pero se levantará siempre, y más fuerte. Porque el que abandona no tiene precio, y eso lo sabemos de memoria.

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